A temprana edad de alguna manera todos aprendemos que
existe la muerte, y más tarde hacemos consciente que algún día nosotros también
vamos a morir y no hay forma de evitarlo, sin embargo nuestra mente se da maña
para esconder esa realidad muy en el fondo de nuestro subconsciente,
engañándonos como si a nosotros no nos fuera a suceder. Así transcurrimos por
la vida como si la muerte fuera algo ajeno a nosotros, excepto cuando el
destino nos toca muy de cerca y afecta a un ser querido, o en algún momento
cuando la enfrentamos cara a cara durante algún peligro o enfermedad.
Es
el eterno ciclo de la vida que los humanos conocemos y contemplamos día con
día: nacer, crecer, reproducirse, envejecer y morir. Por desgracia con demasiada
frecuencia este ciclo se ve alterado sin completarse, y es muy doloroso y
triste para las personas que lo sufren y ven partir a un ser querido sin haber
vivido alguna etapa. Pero es aún mayor el dolor que destroza el alma, cuando el
ciclo de la vida rompe la lógica y un hijo se adelanta a sus padres, algo que
no debía suceder.
Ver
a una madre cómo se desmorona envuelta en llanto, al recibir la noticia que su
hija adorada ha muerto y desesperada no lo acepta gritando: « ¡No es cierto…No
es cierto!» es algo que ningún ser humano debería sufrir. Y cuando la negación
se convierte en enojo es entonces que nos asalta la duda de si Dios existe, y
si existe porqué nos castiga de manera tan cruel. Más tarde cuando nuestra alma
ha quedado vacía y ha vertido todo el llanto posible llega la aceptación, es
hasta ese momento que deseamos aferrarnos a la voluntad divina y empezamos a
creer que Dios sabe el por qué y debemos conformarnos con sus designios.
El
consuelo empieza a confortar nuestra alma adolorida, cuando los seres queridos,
familiares y amigos nos unimos en un sentido abrazo y volvemos a llorar juntos.
Sin embargo, el tiempo no se detiene y debemos continuar con nuestras vidas y
regresar a nuestras rutinas diarias sin poder evitar dejar el pasado, aunque en
el corazón de esa madre quedara indeleble el recuerdo de su hija amada, y nada
podrá llenar el vacío que deja quien fue parte de ella misma.
Ahora,
sin importar dónde o con quién se encuentre, siempre tendrá una lágrima
deslizándose por su mejilla, sin poderle decir adiós a nuestra amada hija Marina;
madre, esposa, hermana y amiga inolvidable.
Hija jamás olvidaré tus regaños y nuestras
discusiones. Descansa en paz.
José Pedro Sergio Valdés Barón